Una tesis de filosofía social sobre imagen y memoria: entre estética y epistemología

Una tesis de filosofía social sobre imagen y memoria: entre estética y epistemología

Jorge CASAS

Imagen de portada: Escena de Blow-Up (Michelangelo Antonioni, 1966). © 1966 Metro-Goldwyn-Mayer Inc., fotografìa de colección privada. Publicado por la Encyclopædia Britannica.
                  
  1. La tesis que propondré aquí, enunciada de un modo brutal, será que las imágenes fotográficas y cinematográficas no son un nuevo momento en la vida de las imágenes, sino una representación de las imágenes (especialmente las plásticas) ya extintas. 
  2. Estas representaciones de las imágenes extintas habitan el reino de las imágenes metonímicamente, pero no son “imágenes”. En ellas, la imagen se encontraría, o se reencontraría, tal como se encuentra o se reencuentra la naturaleza viva en un género pictórico emblemático de la modernidad: Still alive / Stillleben (“Todavía viva”), que en romance se dice, más drástica, rotunda y acaso amargamente, Naturaleza Muerta / Nature mort / Natura morta.
  3. En este sentido, las imágenes fotográficas o cinematográficas, a las que aludiré con la categoría de “imágenes técnicas”, en el sentido que Flusser le da a esta expresión [“imagen producida por un aparato”], solo se parecen a las imágenes plásticas por virtud de una suerte de mitología de la imagen. No es que la fotografía no sea ocasión de imágenes, sino que las “imágenes” que ocasiona son producto de una expropiación matemática de nuestra imaginación, que por esta vía es consignada a dispositivos técnicos. En todo caso, si las imágenes espectaculares siguen siendo imágenes, son imágenes que no consisten en nada imaginario.
  4. Althusser señaló alguna vez que la utopía de Gramsci de una ciencia (el marxismo) que se volviera ideología (“la ideología es la relación imaginaria con las condiciones reales de existencia”) “es lo que nunca se ha visto”. Según la tesis que discutiré aquí, las imágenes fotográficas y cinematográficas hacen posible esa visualización nunca vista (“La ideología es eterna”).
  5. Para presentar esta tesis de filosofía social me gustaría comenzar examinando una perspectiva medieval contemporánea: esta perspectiva también es una imagen (de las teorías medievales de la imagen), y mi discusión propondrá disipar aquello que percibe como una nube ideológica con la que esta imagen medieval de las imágenes nubla la intelección del fuego fatuo de las imágenes extintas.  
 
A
 
  1. La imagen de la teoría medieval de las imágenes que quisiera considerar es la que se hace visible en un libro de Emanuele Coccia, La vida sensible, que aborda la pregunta por el ser de la imagen desarrollando una física y postulando una microontología de lo sensible que no distingue explícitamente fases históricas en la vida de las imágenes.
  2. En la física de lo sensible, la discrepancia o distancia en la que aparece toda imagen queda consignada topológicamente: para Coccia, en una primera definición, “la imagen [sensible] es la existencia de algo fuera de su propio lugar.” En sus imágenes visibles, audibles, saboreables, legibles, cualquier ser del que pueda decirse que lo hay se presenta dislocado de su propio ser, existiendo más allá de sí (si se me permite el pleonasmo, pues “ek-sistere” es precisamente “sistere”, ser, pero “ek”, más-allá-de-sí). Las imágenes serían como tentacula de las cosas: estas se difieren, se prolongan, o incluso se posdatan, en las imágenes. 
  3. Digo “incluso”, porque “no recuerdo” que Coccia aluda a este desfasaje temporal; sin embargo, su caracterización bien podría tener una relación alegórica con esta eventualidad no ya del espacio, sino del tiempo. Si proyectamos su modo de ver las imágenes sobre el plano temporal, podríamos pensar que la memoria es como las imágenes; o, mejor dicho, que, si una memoria es posible, solo puede serlo como imagen. En la memoria algo persiste más allá de sí: un ser se demora donde (ya) no es. 
  4. Al ensayar esta extrapolación a lo que en la estela de Kant consideramos la “otra” condición sensible de nuestra experiencia (el tiempo), utilizo a propósito este lenguaje que implica el ser y el no ser, porque me gustaría pensar, a diferencia de Coccia, que las imágenes (y las memorias) absuelven a los seres que imaginan y recuerdan, de su mismidad, de su identidad, de su localidad; que disuelven, por su mera ek-sistencia, la apariencia de integridad que a su vez confieren a lo que imaginan y recuerdan; y que lo difunden, lo difuminan y lo desvían de cualquier sí mismo que pudieran ostentar. O en otras palabras: que lo dejan ser. Pero a la vez, y a la inversa, memoria e imagen resultarían “determinantes”, en el sentido de Hegel: determinantes de lo espacial, por estar lo espacial confinado por las imágenes que libera; determinantes de lo temporal, por quedar el tiempo circunscrito por las memorias que irradia. Este modo de ver las imágenes (y de evocar la memoria), según el argumento que presentaré a continuación, invierte el planteo de Coccia, o si se prefiere, los des-medievaliza. 
  5. Pero volvamos a Coccia. En el plano de la teoría de las imágenes, La vida sensible de Coccia intenta una rehabilitación de la doctrina medieval de las “species intencionales”, proponiéndose suspender “el sueño dogmático que niega ciudadanía filosófica a ideas cuya necesidad no es capaz de reconocer”. Se trata de una cuestión política (la ciudadanía de las ideas) en la que el sueño dogmático, al revés que en la tradición ilustrada, es el de la modernidad; la necesidad, del medioevo.
  6. Esta política asentada en la teoría medieval de las species no es una excentricidad de Coccia: al indagar las estructuras neuronales que subtienden nuestros procesos cognitivos, tanto la filosofía de la mente, como el cognitivismo y la neurociencia, se han interesado por la teoría de las species para proveer una plataforma ontológica, no biológica, al funcionamiento de nuestra inteligencia. Este retorno podría parecer asombroso, porque la Ciencia Moderna, para alcanzarse a sí misma, tuvo que atravesar el hito de derrocar esta teoría de las species que ahora añora. Pero, como veremos, no es casual. 
  7. Aunque hay todavía vivas muy diversas formulaciones de la teoría de las species en la última escolástica medieval, todas ellas comparten a grandes rasgos la idea, de cuño aristotélico, de que las “cosas” reales tienen ciertas cualidades que les dan su carácter distintivo. En el acto de percepción estas cualidades se transmiten desde la “cosa real” a la mente de quien la percibe, donde se alojan primero como species visibles, audibles y, en general, sensibles, y luego, a través de un proceso de abstracción y de decodificación, como species inteligibles. Las species, para decirlo de una manera ligeramente errónea, son las formas de ser de las cosas, sin su materia. 
  8. Este concepto de “forma”, dotado de autonomía ontológica, persiste de modo residual en el texto de Coccia, y de allí una segunda definición de imagen que parece especificar la que evocábamos hace un momento: “allí donde la forma está fuera de lugar, tiene lugar una imagen”. Para la escolástica medieval este extrañamiento de la forma constituye el modo de estar las cosas en nosotros: el ser de lo conocido está presente in effigie en la inteligencia de quien lo conoce, y en virtud de ello podemos hablar de “las cualidades tal como son”, tanto en la mente que conoce, como en la realidad conocida. Lo que estoy queriendo destacar es que la percepción, en este enfoque, obtiene sustento ontológico a través del ser intermedio de las species; o, dicho de otro modo, que según este enfoque es posible afirmar que en la percepción se percibe algo que es, tal como es. 
  9. Para la Modernidad, semejante comercio entre las cosas reales y nosotros implicaba un gravamen que hacía imposible pensar un sujeto realmente autónomo, liberado de las cadenas que lo ataban al mundo realmente existente. Si las species prolongan el ser de las cosas hasta el interior del sujeto, entonces el conocimiento no puede resolverse en un puro acto subjetivo, y la teoría del conocimiento no puede referirse a la pura res cogitans. Por eso, hasta el mismo Descartes debía combatir esa teoría de las species que amenazaba la pureza del cogito.
  10. En su Dioptrique encontramos una de las articulaciones más elocuentes de este combate de Descartes contra la idea de que las imágenes llegan a nuestros sentidos desde los cuerpos, en contubernio y comercio con ellos, por el pasaje de algo isomorfo entre ambas instancias: “De los cuerpos percibidos por un ciego, escribe, nada sale que deba pasar a lo largo del bastón hasta la mano, y la resistencia o el movimiento de esos cuerpos, que es la única causa de todas las sensaciones que el ciego tiene, no es similar en ningún punto a la idea que se forma de ellos”. Y, sin embargo, el ciego de Descartes se forja una eidos del mundo.
  11. Este enfoque es el que conducirá un poco más adelante a la puesta a punto de la teoría de las cualidades primarias y secundarias. Locke, por ejemplo, sostendrá una tesis que nos podemos imaginar un poco impropiamente con la idea de que si una cosa nos produce dolor no podemos pensar que hay dolor en la cosa. Lo sentido por nuestros sentidos no está como tal en el objeto de la intuición, sino que constituye un subproducto del estado real de ese objeto: un subproducto producido por el cuerpo. 
  12. Este análisis se extiende a todas las cualidades sensibles: gusto, color, sonido, etc. En estos primeros modernos, para quienes la autonomía del sujeto no se ha desarrollado aún hasta los niveles trascendentales que alcanzará con Kant, las cualidades sensibles son todavía cualidades de las cosas, pero no se encuentran cualidades sensibles como tales en las cosas mismas. Locke las llama cualidades secundarias, porque los cuerpos las producen, pero solo a través de sus verdaderas cualidades, que por eso son las cualidades “primarias”. Las cualidades primarias, a diferencia de las secundarias, sí son reales, y por eso son inseparables de los cuerpos, están en cualquiera de sus partes, todos los cuerpos las tienen sin importar el estado en que se encuentren, y permanecen en ellos, aun cuando no sean percibidos. Las cualidades primarias definen la realidad de las cosas.
  13. Y en ello consiste el cambio fundamental que hace posible el desarrollo de la ciencia moderna, porque las cualidades primarias no son cualidades sensibles, sino cualidades inteligibles. El sujeto de conocimiento no las aprehende in media res, entre lo sensible y lo intelectual, entre la extensión y el pensamiento, sino en su autonomía matemática. Y así, determina la res extensa como un mundo de seres cuya objetividad matemática se puede concebir sin pérdida en la pura res cogitans. En último análisis, solo hay dos cualidades primarias: la extensión (y sus derivadas), y el movimiento. Como lo ha señalado Alexandre Koyré: “Ciertamente no hay cualidad en el reino de los números, y es por eso que Galileo, al igual que Descartes, se ve obligado a renunciar a ella, a renunciar al mundo cualitativo de la percepción sensible y de la experiencia cotidiana, y a sustituirlo por el mundo abstracto e incoloro de Arquímedes.” La herencia griega, por supuesto, se remonta aun más lejos que a Arquímedes, hasta Pitágoras. Pero con la salvedad de que, en el pitagorismo, como ha señalado Whitehead, la tesis de que la realidad es número llevaba a pensar en la naturaleza suprasensible, mientras que, en la ciencia moderna, por el contrario, lleva a tomar medidas de la naturaleza sensible.
  14. Con la matematización del mundo, los iconoclastas toman revancha de las batallas perdidas frente a los iconódulos en la Edad Media. Esta transformación redefine el papel de la imaginación en la empresa del conocimiento. El estatuto de la imagen y de la imaginación pasa de oficiar de órgano y medio de conocimiento hasta el Medioevo, a fungir como ocasión de error, ficción y confusión, en la Modernidad. Una teoría científica como la física cuántica no solo es inimaginable: las imágenes la falsean.
 
B
 
  1. ¿Y la memoria? Bueno, todos recordamos lo qué pasó con la memoria: la memoria se volvió historia o, para decirlo con la expresión de Virgilio sobre Troya, la memoria “fue”. En el lugar de la memoria, sobre sus ruinas, se edificó el pesado edificio de la ciencia histórica. Es cierto que la memoria sigue siendo el sustrato de la historia, pero las historias no hacen memoria ni se refieren a ella. La ciencia de la historia, como el resto de las ciencias modernas, trabaja con datos, y a partir de esos datos construye sus objetos: objetos de historia, que, por su carácter producido, artificial, no pueden ser objeto de memoria alguna. Nadie puede hacer memoria de lo que describe una historia de la vida privada, aunque solo nos limitáramos a unos pocos años. La memoria, en cuanto memoria, ni tiene “objeto” ni puede ser “objetiva”. La ciencia histórica supone la matematización de la realidad que se impuso con la revolución científica del siglo XVI y así desbancó a las imágenes de su papel de medios de conocimiento 
  2. Esta nueva ciencia, moderna, no trata con las cosas como imaginamos que son. Esta hoja de papel, por caso, no es vista como una hoja de papel por la ciencia moderna. Si nos propusiéramos investigar científicamente esta hoja, la veríamos desvanecerse en el aire para dejar lugar a una serie indefinida de objetos construidos. La física la vería como un cuerpo con determinadas propiedades físicas; la química, como un compuesto con cierta estructura, por ejemplo, molecular; la economía como un bien transable de determinada categoría; la semiología como un significante. Cada ciencia opera sobre los datos de la región que el sentido común imagina como “hoja de papel”, y construye su objeto. Y cada uno de estos objetos se comporta de una manera diferente: para la física, por ejemplo, la hoja puede permanecer en reposo, mientras que para la economía se mueve a largo de un circuito de diferentes propietarios y propietarias. (Este ejemplo es incorrecto, ligeramente anfibológico, pero ilustra suficientemente el punto que quiero destacar: que la hoja en cuanto objeto de una ciencia, está sujeta a una legalidad diferente en relación con las legalidades que le prescriben otras ciencias). El carácter matemático de la realidad, que en los primeros modernos quería resolverse en una cuenta unívoca, ha dejado paso a la irresoluble cuenta del mundo: si entre dos puntos cualesquiera hay infinitos puntos, el cálculo se vuelve indefinido, más allá de las técnicas que, como la de Leibniz, persiguen imponerles un límite. Otro tanto sucede en el interior de la ciencia histórica: aunque el tiempo fuera finito, podrían construirse a partir de él infinitas historias  
  3. Entretanto, ahí afuera, esa indefinitud e infinidad fenomenológica, “que no nos acompaña”, para recordar el pensamiento del afuera de Foucault, en cuanto sustancia de la labor teórica de su permanente re-escenificación como paisaje de mundo, es el fundamento infundado e insondable que produce, por sí misma, la Modernidad, incesantemente. Por eso el cognitivismo, la filosofía de la mente, las neurociencias, y otras desesperadas formas de realismo, en la estela del positivismo del siglo XX, quisieran desactivar y contener parcialmente el impulso revolucionario que hace posible la diversidad de las ciencias modernas (entre sí y en ellas mismas). Porque la condición de posibilidad de la ciencia moderna, la matematización del mundo y la autonomía del sujeto de conocimiento, que supuso el fin de la teoría de las species, corroe a su vez las bases del Imperio de la Verdad de la Ciencia Moderna, y lo vuelve indefendible: en la ciencia moderna, así como en el mundo en el que ella vive, todo lo sólido se deshace en el aire, y todas sus verdades pueden ser cuestionadas apelando a la naturaleza no estrófica, sino catastrófica, de lo real. Este carácter inaprensible de lo real cuestiona fatalmente la posibilidad de una verdad definitiva, poniendo en duda la capacidad de la ciencia moderna para fijar esa realidad como algo que finalmente pudiera hacerse presente, o mejor dicho, volver a hacerse presente, aparecer en una imagen, y así erosiona la autoridad de la ciencia 
  4. La matematización del mundo no es un hecho aislado que ocurre en el nebuloso imperio del intelecto. En las Sociedades Precapitalistas, que son economías de subsistencia, la riqueza está constituida por cosas “reales”; digamos, alimentos, tierras, buques, joyas. Pero en las Sociedades Capitalistas las cosas ya no constituyen la Riqueza. Se pueden poseer buques, joyas, tierras, alimentos, pero si estas cosas no valen nada, nada se tiene, se es absolutamente pobre, como sucede periódicamente en las crisis del capitalismo. En el país en el que vivo, esta circunstancia se comprende muy bien, porque todos saben que Argentina es uno de los países más ricos del mundo, pero no tenemos dinero.
Este dinero moderno ya no es valor, como el antiguo: solo lo representa. Pero en el capitalismo no esperamos recibir satisfactores de nuestras necesidades a raíz de nuestro trabajo, sino ese dinero, y las empresas, como por ejemplo lxs fabricantes de estas hojas de papel, no piensan “¿Cómo podemos sustentar las actividades escriturales?” sino más bien “¿Cómo podemos hacer más dinero?” La riqueza en el capitalismo es una riqueza incolora y abstracta, como el mundo de seres matemáticos de Galileo y Arquímedes, una riqueza que no satisface necesidad humana alguna, sino la inhumana necesidad del capital de incrementarse a sí mismo. En este sentido, la teoría de la mercancía de Marx puede ser leída como una descripción epistemológica de la constitución de los tipos de objetividad y de subjetividad de una sociedad dominada por el modo de producción capitalista, como lo ha hecho Moishe Postone.
  1. Lo que en el plano científico se deja aprehender como la matematización del mundo, ya se pensaba en acto en el proceso de mercantilización, en el marco del cual todas las cosas, por muy cualitativamente diferentes que parezcan en relación con su valor de uso, se muestran como equivalentes en relación con una determinada cantidad de lo mismo (valor). La hermenéutica del capital hace de la particularidad y la singularidad de los objetos (simbolizada por el valor de uso) solo un envoltorio exterior de su esencia verdadera: la intercambiabilidad universal de Lo Mismo, la sustancialidad fantasmal del valor de cambio, que alimenta el impulso incremental hacia el infinito y más allá. Solo acabando con este mundo se puede hacer un mundo nuevo, aunque el mundo, en el registro del valor de uso, el soporte del valor, siga siendo la fuente de datos básicos para esa transformación. Y es que el valor no tiene forma, ni está en ninguna parte, y solo puede transformarse y realizarse fuera de sí. No aceptarlo equivaldría a pensar que mi dinero está en mi banco, lo cual impediría entender que pueda retirarlo en cualquier momento en cualquier parte del mundo: en realidad, mi dinero está en el sistema bancario (y el sistema bancario ¿dónde está?). Aquí hay que recordar un paso clave en la argumentación que Marx pone a punto en el capítulo primero de El capital: ningún valor de uso tiene un determinado valor de cambio. Si una chaqueta vale cien kópeks es porque ese es el valor del trabajo medio socialmente necesario para producirla. Pero la misma chaqueta un tiempo después, puede valer cincuenta kopeks, si el incremento de las fuerzas productivas, vectorizadas por la exigencia de incremento del capital, reduce ese tiempo necesario a la mitad. Las cosas tienen de suyo un valor, pero ese valor no es de ellas, sino que está determinado por las relaciones que articulan la totalidad: el valor no coincide con sus imágenes, ni tiene naturaleza sensible 
 
C
 
  1. Aquí es donde radica tal vez la especificidad de la imagen cinematográfica: en su capacidad de acabar con el imaginario según el cual el mundo “tiene una imagen”, un imaginario en el cual, por eso, y solo por eso, puede aparecer después en el espejo que le enfrentamos. El mundo no es imaginario, para quienes vivimos después de la Modernidad, aunque a partir de datos extraídos de “su” realidad (matemática) podamos construir figuraciones del mundo. En el apartado 13 de “La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica”, Benjamin nos llama la atención sobre este aspecto de la operación cinematográfica: 
El cine aumenta por un lado los atisbos del curso irresistible por el que se rige nuestra existencia, pero por otro lado nos asegura un ámbito de acción insospechado, enorme. Parecía que nuestros bares, nuestras oficinas, nuestras viviendas amuebladas, nuestras estaciones y fábricas nos aprisionaban sin esperanza. Entonces vino el cine y con la dinamita de sus décimas de segundo hizo saltar ese mundo carcelario. Y ahora emprendemos entre sus dispersos escombros viajes de aventuras. Con el primer plano se ensancha el espacio y bajo el retardador se alarga el movimiento. En una ampliación no sólo se trata de aclarar lo que de otra manera no se vería claro, sino que más bien aparecen en ella formaciones estructurales del todo nuevas.
 
  1. Eso es lo que no puede captar la medievalidad, el aristotelismo residual, que Coccia comparte con el realismo cientificista: el carácter producido de toda imagen de la realidad. Ambos comulgan con la fe inquebrantable de que las cosas son tal como son, y de que conocerlas es asirlas en su entidad positiva. Para ese punto de vista, conocer lo real no es inventar nada, porque lo real está allí tal como “está”. Heidegger ya se refirió a esta actitud precisamente con el eslogan del “olvido del ser”, y localizó su fase crítica en la “época de la imagen del mundo”. En lo que entiende como “diferencia ontológica”, el ser de las cosas no se identifica con lo que las cosas son, en cuanto entidad, es decir, en cuanto ser objetivado. Para seguir con nuestra hoja de papel y obtener un ejemplo en gran medida erróneo a fuerza de prosaico, podríamos decir que el acto de ser esta “hoja de papel”, este ente, este objeto, es el estado transitorio de una(s) fuerza(s) que excede(n) la coseidad de la hoja, y hace de ella un acontecimiento pasajero, un momento del curso de su propia donación. Esa fuerza explotó en supernovas, y más cerca de nosotros, se padeció en el crecimiento vegetal de algún árbol, luego fue esta hoja de papel, y quién sabe qué será de ella. La hoja es pasajera del Ser, que ahora se muestra aquí como hoja de papel, pero, a la vez que la constituye, la desbarata, y en su dehiscencia, la arrastra más allá de su entidad. Parafraseando a Magritte: “ceci n´est pas un papiere”
  2. Ese Ser, esa Potencia [energeia], es lo que se enquista en la memoria, y se dispersa en las imágenes cinematográficas; es lo que persiste como sustrato insustancial de toda buena historia y de toda buena ciencia moderna: aquello de lo que nos defendemos con imágenes. El genuino realismo de la ciencia moderna es el que reconoce cualquier coagulación de la verdad como un “obstáculo epistemológico” que debe disolverse, no aquel otro que anhela detenerse en la roca dura de la realidad y encontrar la cifra de un mundo cosificado. Lo real es el referente necesario e imposible de toda ciencia, cuya verdad consiste en abrirlo a la investigación, en adentrarse en él operativamente, no en efectuar la taxidermia teratogénica de su forma final. Para ser verdadera, podríamos decir tergiversando a Benjamin, la historia, lejos de ser definitiva, debe tener futuro, y los pasados a los que les confiere entidad deben hacerse presentes como el objeto de una profecía retrospectiva. Solo en esta modalidad transeúnte la historia puede aspirar a ser verdadera en relación con el pasado. Por eso la realización de las imágenes técnicas que consideramos “arte” debe consistir en alguna medida significativa en el acto emblemático que ya imagina 2001, una Odisea del espacio, de Kubrik: la desconexión de la técnica (HAL, en la película) y la gestación de otra apertura al espacio.  
  3. La diferencia entre memoria e historia se revela en este punto. La memoria no investiga ni explora el pasado, no lo confronta con la exigencia de verdad: lo conserva con vida. Pero esa vida no es la vida del pasado, sino la de aquellxs que fueron golpeadxs por el pasado y lo encarnan como una herida. El pasado solo puede pasar en el presente, y por eso, su presencia solo puede ser la de una imagen: no está aquí más que fantásticamente. Lo presente en la imagen, en la memoria, es lo que su presentación expulsa hacia el pasado: la angustia traumática de lo que sin ella (memoria/imagen) no puede pasar, y con ella pasa, sí, pero a la vez efectivamente no pasa, porque sigue presente encerrado en imagen o memoria. A Homero esta circunstancia le costó la vida, seguramente ya en la época clásica. Homero murió al no poder responder al enigma de los hombres jóvenes, el enigma que encierran las imágenes cuando todavía no las alcanza la siempre joven luz del pensamiento racional: “lo que hemos encontrado y atrapado, lo dejamos, lo que ni encontramos ni atrapamos, lo trajimos”. Los jóvenes volvían de un día de pesca; lo que Homero no comprendió es que no habían pescado nada, y a cambio se habían entretenido despiojándose. Como señalaba Heidegger en su discurso sobre La pobreza: “Eso de lo que carecemos, nosotros no lo tenemos, sino que lo carecido nos tiene a nosotros”
  4. Allí radica el carácter mitológico de las imágenes (la obsesión de las imágenes plásticas con la mitología es acaso una suerte de percatación imaginaria de su propio modo de ser). Los mitos pueden pensarse como una forma arcaica de defensa frente al terror inarticulado que experimentamos ante la fatalidad coercitiva, opresora e inabarcable de “lo real”. Una pantalla icónica que contiene el caos de la experiencia originaria de nuestra humanidad, albergándola en una imagen en la que esos terrores ya han pasado, aunque lo pasado esté en su haber. Esa distancia nos exonera parcialmente de la angustia traumática en la que hace pie la invención mítica, por medio de una reconversión espectacular que incluso nos permite disfrutar de ella catárticamente, concediéndonos la purificación y el olvido. Los griegos que desplegaban la razón acaso no renunciaban al mito por no perder esa felicidad. Las ideas arquetípicas de Platón reclaman este poder del mito cuando se hacen objeto de anamnesis y se ponen como lo anterior ya siempre sido, objeto de contemplación (la imagen por excelencia). El desesperado realismo cosificador con el que la ciencia moderna quiere conjurar el carácter amorfo de lo real participa del mismo gesto, con idénticas intenciones, y aunque la solución “rítmica” de Platón sea tanto más delicada cuanto menos operativa que la “correspondencia” o “verificación” científica, ni en uno ni en otro caso el carácter mítico queda abolido por la naturaleza solo inteligible de la representación.
  5. Cabe aquí recordar el dictamen de Theodor Adorno, sobre el final de la segunda parte de su Dialéctica negativa
La intención esclarecedora del pensamiento, la Desmitologización, borra el carácter de imagen de la consciencia. Lo que se apega a la imagen permanece en el ámbito de la idolatría, del encantamiento mítico. La totalidad de las imágenes forma un muro ante la realidad. La teoría como imagen niega la espontaneidad del sujeto, el movens de la dialéctica objetiva de las fuerzas y las condiciones de producción. Si el sujeto es obligado a reflejar empecinadamente el objeto ―perdiendo necesariamente al objeto, que solo se abre al excedente subjetivo en el pensamiento― el resultado es el silencio espiritual falto de paz de la administración integral. Únicamente una consciencia infatigablemente reificada puede creerse, o persuadir a los otros, de que posee fotografías de la objetividad. Las ilusiones de semejante conciencia se transforman en inmediateces dogmáticas.
 
Claro que la operación que Adorno le atribuye a la “fotografía” la hace participar de la “mitología de la imagen” que aquí quisiéramos negarle. Según el punto de vista aquí ensayado, las imágenes técnicas solo cobran su carácter de imagen metonímicamente; en un paisaje social “desencantado" por la racionalización, equivalen a nuestras imágenes plásticas en vías de extinción, sin ser imágenes, o al menos, según una tesis un poco menos radical, sin el contenido imaginario de aquellas. Son algo así como clones. No tienen el mismo pasado que sus homólogas plásticas, aunque se les parezcan en todo: fueron concebidas por una operación tecnológica. Las imágenes técnicas tienen en su haber esta operación, concebida por una teoría
  1. La pintura, en cambio, no está hecha con datos o con registros, como las imágenes fotográficas o cinematográficas, no captura los pormenores matemáticos en los que se descompondría teóricamente lo visible, sino que prolonga su visibilidad tal como vive cabalmente en nosotrxs. Las imágenes fotográficas y cinematográficas, a diferencia de las pictóricas, son visiones de una máquina que propiamente no ve, composiciones producidas por un aparato que no se imagina nada, y aunque el ojo es el sustrato de toda cámara, la cámara no tiene mirada, y su relación con lo necesario e imposible que enfoca (lo real), resulta, por ello, diversa. Son el resultado de una operación tecnológica que, en cuanto tal, teoriza.
  2. Conversando con Joaquim Gasquet, Cézanne se refería a esta posición del arte pictórico:  
Todo lo que vemos, verdad, se dispersa, se va. La naturaleza es siempre la misma, pero nada de lo que se nos manifiesta permanece en ella. Nuestro arte debe, por su parte, transmitir el estremecimiento de su duración con los elementos, la apariencia de todos sus cambios. Debe hacérnosla gozar eterna. ¿Qué hay bajo ella? Nada tal vez. Tal vez todo […] Lo que intento plasmarle es más misterioso, se enmaraña en las raíces mismas del ser, en la fuente impalpable de las sensaciones […] Todos, más o menos, personas o cosas, somos simplemente un poco de calor solar almacenado, organizado, un recuerdo de sol, un poco de fósforo que arde en las meninges del mundo […] La moral dispersa del mundo es el esfuerzo que hace tal vez para volver a ser sol. 
 
Por eso, los cuadros de Cézanne “germinan”, crecen vegetalmente, trasladando, trasluciendo o traduciendo, la visión en la tela, donde lo visto continúa su vida: 
la naturaleza vista, la naturaleza sentida, la que está ahí… (mostraba la llanura verde y azul) la que está aquí (se daba una palmada en la frente) que deben amalgamarse, las dos, para durar, para vivir con una vida medio humana y medio divina, la vida del arte, mire usted… la vida de Dios. El paisaje se refleja, se humaniza, se piensa en mí. Yo lo objetivo, lo proyecto, lo fijo en mi tela.
 
  1. [Por supuesto, este discernimiento de la imagen fotográfica y cinematográfica en relación con la imagen pictórica tiene un valor paramétrico y no coincide con los soportes cine/pintura y sus homólogos. León Battista Alberti, en su tratado De Pictura, de 1437, se jactaba de haber inventado un uso de la técnica del velo que consiste en interponer entre el pintor y su modelo un velo (¡!) cuadriculado, estirado en un bastidor, para dibujar sobre un papel, igualmente cuadriculado, lo que el pintor ve a través de él. Obviamente, la radicalización de este procedimiento de descomposición de la imagen conduce a imaginarla como una serie de puntos codificados matemáticamente, que proveen los datos para la construcción de una representación visible: así pensada, la pintura ya casi es fotográfica. En el cine, al contrario, Blow Up, la película de 1966 de Antonioni, inspirada por el cuento de Cortázar “Las babas del diablo”, expone la naturaleza amorfa, irreductible a datos, de aquello que enfoca el séptimo arte, y su carácter traumático, inveterado: aquí el cine casi es pictóri.co]  
 
Referencias
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